lunes, 12 de mayo de 2008

Crónica de viaje

Glorias de mi tierra: El tejate

Apenas repunta el sol, el verdor de las canteras deviene hacia esmeralda. El poblado de Villa de Etla vuelve a la vida con el bullicio típico de su mercado, baluarte del folclor y de la cultura oaxaqueñas.

 

No se puede imaginar Etla sin las inmensas lajas verdes que colman sus construcciones. Pareciera que la tierra reclama con recelo la maternidad de sus canteras, pues no es fortuita su cercanía con las más viejas minas de piedra verde. La orografía divina se dignó agraciar los valles centrales de Oaxaca con el color de la esperanza, según contara la mítica caja de Pandora.

 

De tal suerte, desde el piso hasta las paredes de la iglesia, así como los viejos portales, destellan con la dureza de las esmeraldas que reverdecen aún más cuando son regadas por la lluvia o el rocío o, como en esta ocasión, por el agua que las marchantas riegan en el piso para barrer sin hacer polvo.

 

El puesto de quesadillas se ensambla con el esmero de su propietaria, y unos metros más atrás, en una pequeña fonda, los primeros comensales degustan como desayuno un espumoso chocolate a sopeadas de una hogaza de pan de yema con anís. No se dan abasto con el sabor, cuando una niña de fulgurosos ojos negros les trae, directo del comal, una tlayuda de quesillo con chorizo, de la que se escapan fabulosos aromas de asientos de manteca y frijoles negros.

 

En la entrada que da a los portales, Margarita García, doña Mago, como le apodan de cariño, apresta los enseres necesarios para ganarse la vida un día más. Llega a prisa, a las carreras, ni siquiera deja lo que hace al murmurar “ahorita lo atiendo joven”.

 

Casi con aires de prestidigitador, hace aparecer en una pequeña mesa dos tinas, una pequeña de plástico con una gran bola de masa dentro, y otra más grande, de barro. También se hace de un viejo trapo, un garrafón de agua, dos cubetas de diferentes tamaños y largas bolsas de vasos desechables.

 

–¡Apúrale con el hielo, mija!

 

Del interior del mercado, la hija de doña Mago acarrea con unas pinzas enormes un bloque de hielo, que coloca al costado de la mesa de su madre, para luego comenzar a despedazarlo con un picahielos.

 

–Ya, disculpe usté, joven. Es que se me hizo tarde porque ayer estuvimos todo el día en la Feria del Tejate. –comenta la señora Mago, mientras comienza a ablandar la masa.

En el lado opuesto de la mesa, junto a mí, espera observando la señora Martha, paisana de Nochixtlan, atenta a los diestros movimientos de doña Mago. –¿Ahh sí y en dónde fue eso, oiga?

 

–Pues fue en Huayapan, seño. –¿Ahh, Huajuapan para allá para México? –No, no, esto es por la sierra de Juárez, rumbo a Ixtlán. Es Huayapan, San Andrés Huayapan.

 

Ante mis ojos incrédulos, doña Mago, quien rebasa tranquilamente los cincuenta años, y no alcanza siquiera el metro y medio de estatura, había estrujado la masa por más de diez minutos hasta que le agregó agua para seguirla batiendo. Todo con sus manos desnudas.

 

–¿Por qué no usa una batidora eléctrica, doña? –Pregunto en toda la ignorancia que mi calidad de chilango posmoderno entraña.

 

–No, es que así con mis manos yo puedo saber la temperatura de la masa, y es importante porque necesito saber si le pongo más agua fría, si no, no sale la flor. Por eso es mejor así, y así siempre lo hemos hecho.

 

Mientras transcurre la conversación y Doña Mago sigue haciendo alquimia con los elementos del agua y de la masa, más sedientos, curiosos y antojadizos se acercan alrededor de la mesita.

 

–¿Y qué es eso de la flor? –Es una florecita que crece del maíz –¡¿Ah canijo, en serio?! –Sí, nomás que sólo crece allá en Huayapan, de donde somos. Allá le dicen Güie Bijne, porque es zapoteco. Quiere decir rosa de cacao.

 

Después de haber visto a la cazuela almacenar una bola de masa, con otro tanto de agua de garrafón, totalmente separada de la masa, soy testigo de cómo se han incorporado para dar paso a una cazuela con una mezcla perfectamente homogénea, de la cual sólo escapan algunos grumos, que doña Mago deshace con infinito arte y paciencia.

 

Al momento llegan una pareja de poblanos, intrigados por la rareza de la exquisita mezcla al fondo de la cazuela. –¿Qué es eso, señora? –Es tejate. Lleva maíz molido, cacao blanco y hueso de mamey. Se endulza y se sirve frío. Pruébelo usté.

 

Como en todo buen espectáculo, el número más asombroso queda para el final. Ante la espesura que ha adquirido la masa después de tanto batir, Doña Mago coloca una mano en el fondo de la cazuela, mientras toma con la otra una jícara para verter agua fría sobre la muñeca de su primera mano. El resultado es magia: del fondo de la cazuela salen pequeños borbotones de agua, que se cuajan en la superficie para dejar una capa porosa de la mezcla, que antes era perfectamente lisa. Así continúa Doña Mago hasta cubrir, de pedazo a pedazo por chorro de agua, la entera superficie de la gran cazuela de barro.

 

¿Quiere que se lo sirva en vaso, para llevar, o mejor se lo sirvo en jicarita? ¡Pa’ que se lo tome como se debe!

 

Apenas oye la respuesta, saca un montón de jícaras de guaje, pintadas con bellísimas flores rojas. En una de ellas agrega primero el brevaje dulce que contiene en una cubeta, y luego la mezcla previamente batida, la cual acomoda con esmero para dejar la “flor” cubriendo la superficie del autóctono envase. Al final agrega un generoso pedazo de hielo.

 

El tejate tiene un sabrosísimo dejo de atole, pero mucho más ligero y refrescante. Al tomarlo se vienen al paladar pequeños trozos, gránulos a lo más, de sus ingredientes milenarios, mientras que en los labios se queda una fascinante sensación grasosa que provoca la “flor” del maíz.

 

Una jícara de tejate al medio día es todo lo que una gente cansada puede pedir después de caminar por el incesante calor de los valles oaxaqueños. Refresca, nutre y enorgullece.




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