lunes, 12 de mayo de 2008

Crónicas de mi barrio

Don Talachero

Pues muchas cosas pasan acá por la Juan Escutia, la mera frontera entre Iztapalacra y Minezota. En realidad, yo llamo barrio a todo esto que recorro en la cotidianidad, no me preocupa delimitar mi caminar, ni mi historia a los escrúpulos oficiales con que se establecen las colonias y las delegaciones. Tan es así, que esta historia sucedió, en realidad, en la colonia Pavón, el primer barrio bravo de Neza; ahí mismo donde hace cinco meses persiguieron a un cabrón ratero hasta antes de llegar a la Avenida Texcoco, donde lo alcanzaron dos plomazos de un policía gordo del viejo regimiento que está en la esquina. Es también ahí donde la deficiente política de control antirrábico permite que deambulen jaurías enormes de perros que andan tras de la dama en brama. Pinches perros, casi les tienes que pedir permiso para pasar por que al más mínimo descontento ya te andan pelando los dientes. Pues es en este pintoresco crisol, donde se funden momentos y personas día a día para crear historias, fue donde se dio la coyuntura necesaria para que me encontrara con Don Talachero. La neta no sé cómo se llama, lo he frecuentado por años, pero nuestra relación se limita siempre a comentarios sobre llantas, válvulas, parches vulcanizados, clavos, dibujo, antiderrapante, pibote, tapones, rines y demás porquerías necesarias para poder disponer del coche; esporádicamente también intercambiábamos impresiones sobre nuestras vidas y sobre la vida. Ésta costumbre se vino haciendo más y más frecuente desde que comencé a ir sólo; es decir, sin mi papá, que era quien manejaba la diplomacia, a mi sólo me tocaba la parte técnica, lo referente a verificar que al ruquito no se le fuera a ir el patín y la defecara en las talachas, cosa que nunca pasaba.

 

En esta ocasión no llevé el chevy. Pepe había reventado la noche anterior otra llanta del Corsa y no se quiso arriesgar a llevárselo, por aquello de no disponer de la refacción, que justamente tiende a necesitarse cuando no está. Fue un miércoles... en realidad no lo recuerdo, pero supongo que fue así, por que es el único día que pude haber estado por mi casa durante la mañana. Llegué al taller donde, a diferencia de otras ocasiones, no estaba el señor sentado en la pila de llantas viejas que tiene apostadas a la entrada, a manera de sillón. Me tuve que entremeter al taller para echarle un grito; mientras lo hacía observé el mismo panorama que recordaba de la vez anterior: un modesto cuarto de seis por cinco metros, sin mayor ornamento que la cara del tabicón embadurrada con cemento; muchos instrumentos que apenas rebasaban lo rudimentario, distribuidos a lo ancho del cuarto; los posters de viejas en bikini, y otras en traje de rana que posan impúdicas en los calendarios que distribuye Bard, Bosch y otras marcas de la industria automotora; y madrales de llantas de todos los tipos y tamaños regadas a lo ancho de aquel modesto taller. Eso sí, cada cosa estaba donde debía de estar; el orden hablaba de la calidad con que el señor desempañaba su trabajo.

 

En eso estaba, cuando salió por la puerta de al lado. Parecía fotografía; será por que siempre usa el mismo overol azul con las iniciales de la SETRAVI, que mantiene como costumbre de trabajo, reminiscencia de aquellos años en las dependencias de gobierno. Traía los mismos zapatos negros, viejos pero bien limpios; la misma cara morena lacerada por el tiempo en los profundos surcos que dibujaba su expresión, el mismo bigote tupido y canoso, muy a juego con su cabello, que mantenía el mismito peinado que le recordaba de siempre: corto y ligeramente de lado, con la raya a la izquierda. En realidad hay pocas personas cuyo nombre te remite directamente a una huella visual, pero por la constancia de este señor en su apariencia, fácilmente me acuerdo de él cuando oigo hablar del viejito talachero.

 

-¡Quiooooobo muchacho, ¿cómo está?!

 

Su efusivo saludo de inmediato me hizo sentir en confianza. Le platiqué sin problemas del nuevo problema en las llantas. En realidad nunca es necesario, es como simple protocolo para darle a entender que no lo he ido a visitar por alguna novedad. Es más, siempre responde lo mismo:

 

-Cómo no hijo, ahorita lo checamos.

 

Sólo le indiqué que era la llanta que venía en la cajuela, la bajé y la tomó para rodarla hasta la entrada a su taller, donde tiene todas sus herramientas a la mano, aparte de una generosa sombra natural que se forma por la alta cornisa de una ventana en la planta alta. Ahí tuvo lugar el mismo ritual de siempre: lavar la llanta, checarla en la pileta de agua jabonosa, quitarle la válvula, esperar a que se desinfle, desmontarla del rin y pasar a la inspección manual para detectar parches viejos y clavos nuevos; es asombroso el rigor metodológico que mantiene el viejito a pesar de sus años, eso es lo que habla de un buen trabajo. Y es desde ahí desde donde empieza el adoctrinamiento, el señor enseña con su actitud a ser bien hecho; cualquier otro gañán se hubiera saltado pasos y habría hecho cualquier porquería, pero no el viejito, ese señor es tan confiable como aquellas cosas viejas que no se mantienen por eficiencia, sino por edad.

 

Es en ese inter cuando se intercalan las conversaciones de una forma maravillosa. Hablamos de la vida y de la talacha, pero a veces parecemos hablar de lo mismo por que la simpleza de situaciones como esta, en presencia de un personaje como éste, permiten incluso hablar de la vida como una talacha, por que a veces eso lo que es; las analogías y las metáforas no son propias sólo de un carácter ocioso, sino de la facultad observativa de una persona que tiene el humanismo necesario para ver señales de vida donde el ritmo acelerado de la cotidianeidad no las ve. Aparte, las personas mayores son más propicias a esta actitud, puesto que se hayan en el entendido de que han hecho lo que les ha correspondido hacer en la vida, sin prisas por hacer todavía más, y remiten su serenidad a aquello que durante la vida han aprendido a hacer, cediéndole una calidad incuantificable en que parece importar más la manera de hacer las cosas, que la cosa en sí. Parece como si hubieran entendido de alguna forma durante su andar lo que dice el verso: la felicidad no está en llegar a la cima de la montaña, sino en la forma de subir la escarpada. Esa sabiduría es savia pura que alimenta a un joven como yo que vive en la desesperación por acabarse el tiempo, antes de que suceda al revés; la avidez por hacer las cosas de forma práctica y sin sentido desmerita su procedimiento y afecta directamente el resultado final.

 

En eso encuentra el señor un parche viejo, despegado de la cara interna.

 

-Uuuuuy hijo, la rodaron baja.

 

Tenía razón el viejo. El cabrón de Pepe por andar a las carreras no calibró bien las llantas y rodó la delantera de la izquierda con menos libras de presión de las que le correspondían; la presión contra el pavimento hizo que se pandeara el dibujo y que se levantara el parche.

 

-Sí señor, es que ese cabrón nomás anda a las carreras. Con eso de que ya trae novia.

 

-Uuuu no, pues no mijo. Es que así está cabrón; si anda ocupado en el otro hoyo, ¿cómo va a ver los hoyos de la calle?. -Pinche viejo rasposo, todavía se la saca con sus bromas, pensé mientras me cagaba de la risa.

 

-No, es que cuando es uno joven es bien distraído. Si yo me acuerdo... Fíjate, a los 21 años ya andaba de camionero por el norte; pasaba a cargar gasolina al otro lado para ahorrarme una lana. Tenía permiso para internarme 40 millas, pero a mí me valía madres. Si me crucé tranquilo hasta Canadá... ¡son más de dos mil kilómetros mijo!.  -Siguió contando mientras llevaba la llanta adentro del taller para montarla en el aparato donde vulcaniza.

 

-No, pero a mí que me duraba. Es que cuando es uno joven se quiere acabar el mundo a puños. Nooo mijo, si me cae, chico se me hacía el mar pa’ echarme un buche de agua, de veras. Ahora ya es otra cosa, nomás salgo en mi arañita aquí al Estado de México, tranquilo, para visitar el fin de semana a mi sobrino que vive acá por Tianguistenco. Vamos a Chalco, vamos a Toluca... ahí nos la llevamos despacito mijo.

 

Me inspiró la vehemencia con la que evocaba su pasado. En esa simpleza de lenguaje, saturado de groserías, y en construcciones gramaticales sencillas me recitó el sentir del célebre "juventud divino tesoro, ya te irás para no volver...", pero un sentido mucho más amplio y aun, con más belleza. Sólo viejos como éste son capaces de transmitir un conocimiento significativo de la vida, por el símple hecho de que la han vivido y de que eso forja en el alma una impresión muy diferente a la que confiere un título académico; por que creo que el filósofo más brillante no lo fue más por ser filósofo que por tener experiencia en la vida. La sabiduría no se aprende, se adquiere, se vive. Incluso los antiguos lo entendían así y le concedían al viejo un lugar en el concejo, por que sabían que las decisiones importantes requieren invariablemente de ese conocimiento profundo, que trascendía en importancia al conocimiento de la caza, del tejido y de la guerra. Hoy las edificaciones personales se derrumban por que la sociedad occidentalizada, ciega en su pragmatismo, ha relegado al viejo al papel de mantenido, puesto que no le puede aportar un conocimiento práctico y utilitario, que remunere a corto plazo. No existe en la construcción humana, ni el sentido, ni la identidad, ni el sentimiento; perdemos cuánto de humano tenemos para pertenecer a una sociedad liviana, cimentada en una ideología liviana que es detentada por una cultura igual, que por dicha livianez pierde la riqueza y la esencia misma de la vida.

 

Hay que valorar a los viejos.

1 comentario:

Ari Carrillo dijo...

Si yo fuera presidenta del INAPAM me cae que si te lo pagaba caro... me gustó me gustó me gustó mucho... ¿y ya vas a sacar la cantina o vas a seguir haciendo como que la virgen te habla? jeje

Saludos desde el Poniente