domingo, 13 de abril de 2008

Crónica

Sangre y Arena

Si algún ingenuo creyera que sólo en la plaza de toros se vierte sangre en suelo arenoso, que sepa ahora que el drama de aquella vieja historia revive a menudo en otras plazas, más populares y menos histriónicas.

 

Así, la arena calurosa del Campo No. 3 de Ciudad Universitaria fue testigo de la bestialidad humana, cuyas pasiones levanta la magia del fútbol. No hubo toro, ni banderillas ni rejoneo, ni verónicas, ni paseillo, ni matador, ni juez de plaza; sólo hubo sangre y arena.

 

Pululaban las nubes grisáceas en el Valle de México. Los medios de comunicación advertían la precontingencia ambiental, cuando el popular Real Zamesta se congregaba en la jardinera de piedra volcánica que divide al campo 3 del 4, ambos cubiertos con una fina arena que pareciera de Los Cabos, entre la que se hayan piedras, agujetas, corcholatas, ramas, hojas, latas y otros despojos de la comunidad universitaria.

 

La finura del escenario recordaba lo más selecto de las canchas de fútbol llanero del Anahuac, como las de Ecatepec, Chimalhuacán, Ixtapaluca, Chalco o Ciudad Neza. Mientras, para solventar el problema de la elegancia deportiva llegaban al terreno de juego el Sobastián, el Juanelo, el Ñeric, el Petito, el Paco, el Capi, el Monterrey, y otros personajes de la más baja calaña de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales.

 

El sol abofeteaba la cara de los cracks arriba mencionados. Apenas cruzaron la línea de cal para entrar al campo, regresaron huyendo a la banca quejándose del calor, para aplicarse un poco de protector solar que alguien había llevado y que rolaba entre las manos de todo el equipo.

 

Los guerreros del Real Zaesta se preparaban para la batalla cual si fueran espartanos dispuestos a entrar al estrecho de las Termópilas. Lucían ceremoniosamente las playeras, los tacos, calcetas, espinilleras, bandas para el cabello y otros artículos de guerra.

 

En eso estaban cuando alguien se dio cuenta que el otro equipo llevaba también playeras rojas. Pareciera que todos evocaban la estrategia espartana del rojo, como artilugio para evitar que el enemigo supiera que sagraban, en caso de herida, y así lucir siempre feroces e intimidantes. Cinco minutos más tarde los pichichis del Real parían chayotes para encontrar playeras blancas con las cuales entrar a la cancha, pues su señoría el árbitro –el Berna– así lo quiso.

 

Se dio el pitazo inicial, al que siguió un primer tiempo sin más gracia que los goles del Monterrey y del Sobastián, y la cara de gasparín que se cargaba el Petito por el medio litro de protector solar blanco que se había embarrado.

 

En la banca, la porra oficial observaba atenta el desarrollo del juego. Tal mentira estaba conformada por Esther –señora de Monterrey–, Ana Chinos, Reich, y alguna otra suripanta que ahora no recuerdo. Ana se sentó sobre la cara de Gael García en la portada de Chilango de este mes, para evitar llenarse las nalgas de tierra.

 

En el medio tiempo, el 2 a 0 tranquilizaba a los jugadores del Real Zamesta, que aún adolecían la derrota de la semana anterior. Aunque pensándolo bien, el carácter juguetón y cabulero del equipo los hubiera mantenido tranquilos así hubieran recibido 10 a 0.

 

Lo que no podía faltar era que el intenso del Juanelo empezara a hacer reflexiones en voz alta, y a dar instrucciones como todo un Carlos Bianchi. Del otro lado, el Capi y el Petito aventaban chistoretes indiscriminadamente para el aliviane del equipo. “Muy bien muchachos, sólo les falta pasarme más el balón”. “Recuerden mi posición –decía el estúpido del Capi– yo juego de Capitán”.

 

¡Ahh!, olvidaba mencionar los paradones que se había aventado Paco durante la primera parte. Sólo vienen a colación porque en el segundo tiempo se rifó todavía mejores atajadas, a pesar del lodo de mierda que se formó en su área chica por la incompetencia de un intenente que activó el aspersor de aguas tratadas, sin darse cuenta hacia dónde.

 

El fragor del encuentro se puso a tope durante la segunda mitad. Los rojos comenzaron a apretar a la defensiva del Real, que simplemente se hizo agua. La consecuencia fueron goles los sucesivos que caían como plomos, para lo cual la delantera debía aplicarse. Tras un par de goles del Capi y del Sam, el marcador se colocó 4 a 3, en un final de fotografía entre las dos partes. El calor, casi visible, se acaloró más con el pique que se traían varios jugadores de los dos equipos.

 

La gota derramó el vaso. Después de una jugada que avanzaba desde el centro del campo, alguien se disponía a cobrar un saque de banda por nuestro costado izquierdo. De repente, un grito de ¡árbitro! distrajo la atención de la jugada. El Monterrey miraba con ojos de toro loco a un jugador ñengo del otro equipo, después de que el primero le había acomodado un puñetazo de campeón en el rostro.

 

No conforme, el Monterrey se le avalanzó con varios y sucesivos jabs que alcanzaron limpiamente la quijada del tipo, por lo que tuvo que cubrirse la cabeza con las manos, tratando de superar la embestida del regio.

 

Ante esto, todos en la cancha trataron de meter las manos. El Sobastián sujetó al Monterrey por la cintura para separarlo el otro tipo, mientras los demás miembros del Real hacían frente al resto de rojos que querían linchar al toro loco.

 

En esto estaban cuando se soltó el Monterrey y corrió a meterle un par de patadas al rojo que, todo madreado, intentaba huir a una esquina de cuadrilátero que no existía, sangrando de la boca y con una falsa sonrisa burlona.

 

La multitud se arremolinaba entorno a un árbitro que no dudó en expulsar al Monterrey. El portero rojo gritaba desde la cómoda y pusilánime distancia de su área: “¡Pinche naco. Árbitro, es un naco. Ni siquiera va aquí. Naco, Nacoooo!"

 

Aunque no pareciera que pasaría, el juego se reanudó unos 10 minutos después, con un ataque de los rojos que supo bien contener el Real Zamesta, para terminar con un 4 a 3 definitivo en los cartones del marcador.

 

El cotorreo no se hizo esperar en la banca, así como un buen regaño y una suspensión para el Monterrey, que platicó tranquilamente con el Berna después de haber armado su numerito.

 

Todo murió en la cancha, en la cual todavía no se asentaba el polvo que desató el choque entre las bestias. La boca del rojo agredido seguía sangrando y el rostro fatigado del resto de los jugadores se enjuaba la tierra con botellas de agua.

 

A la mente regresan frases clichés de la infancia remota en que eran frecuentes estos episodios: Juego de manos es de villanos, decían los papás. Yo prefiero evocar un fragmento del paso doble de Silverio: “Un domingo en la tarde, se tiró al ruedo, para calmar sus ansias de novillero”. Y no puedo más que concluir con la frase que mejor sentencia la ocasión, que hizo famoso al maestro Ángel Fernández: “Fútbol: ¡el juego del hombre!"

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