domingo, 6 de abril de 2008

Control de lectura 3. Aspectos financieros.

Antes que hacer un desglose textual de lo expuesto en la lectura, creo que sería más provechoso hacer algunas reflexiones acerca de lo que representa la parte financiera de la industria editorial, pues oculta detrás de todo su embrollo aritmético un principio fundamental en la economía contemporánea: toda empresa debe de producir más de lo que invierte. De otra      manera no existe una razón de ser.


Ahondando en lo anterior, sólo faltaría remarcar la existencia de empresas subsidiadas que no persiguen un fin necesariamente lucrativo. En estos casos hay condiciones excepcionales que la hacen funcionar con base en un principio específico, como podría ser el desarrollo cultural –pensando en una empresa estatal, desarrollada por un ministerio de cultura, por ejemplo–, el desarrollo de algún tipo de conocimiento, en el caso alguna entidad de investigación o de una ONG o, tal vez, hasta el hobbie de personas acaudaladas interesadas en la materialización de ciertas temáticas.

 

Todavía considerando estas posibilidades, creo que nunca es prudente restarle ateción al elemento financiero, pues tiene la posibilidad de dar giros extraordinarios y de determinar,  en un momento específico, la existencia de una empresa editorial.

 

Por cierto, el argumento por el cual soy tan insistente en la cuestión de la productividad, traducida en términos económicos, es el hecho de que vivimos en una vorágine capitalista que no tiene misericordia por los ánimos de otro tipo, por muy justificables que estos sean, a menos que se cuente con la ayuda de un capital bondadoso –valga la inverosímil expresión– que nos ayude a tal fin.

 

Es decir, habría que partir de la noción fáctica de que una empresa se mide, en términos pragmáticos contemporáneos, en ceros acumulados a la derecha de un número, antecedidos por un signo monetario –pesos, dólares, rupias, libras, euros, etc. Al entender esto podríamos liberar pasiones insanas bajo la idea de que el dinero no tiene ideologías, ni rostro, ni nacionalidad, ni preferencias sexuales ni algún otro valor intrínseco; se trata simplemente de una unidad de medición que, convencionalmente o no, ha llegado a consolidarse a través de la historia.

 

Por todo lo anterior creo que sería absurdo montarnos en la posición de artistas bohemios y desapegados de las nimiedades terrenales que involucran a la parte financiera de las cosas. En otras palabras, un editor no puede quedarse en el nivel de bibliófilo o de literato empedernido para llevar a cuestas toda la responsabiliad de una empresa. Es necesaria la óptica financiera y, por qué no, su malicia.

 

Como un buen incentivo para superar los calificativos implícitos de vanidad o de ambición que la planeación financiera conlleva, creo que es muy pertinente considerar que en una organización sólo se ve la punta del iceberg, pero que en su profundidad esconde la mayor parte de su cuerpo, que también se ve afectada con cualquier modificación a la cabeza. Quiero decir que el destino del editor es compartido por todas aquellas personas involucradas en la empresa. Desde el autor aplaudido hasta el tipógrafo desconocido, a todos repercuten las buenas o malas decisiones de la empresa editorial.

 

Es por lo anterior que un buen editor no puede tomarse la libertad de actuar visceralmente, haciendo caso a caprichos que se aparten de la razón, pues de su voz depende el bienestar de muchas otras personas relacionadas con su trabajo. Y más aún, el crecimiento de la empresa añade a cada paso personas e instancias beneficiadas, que son el mayor aliciente para seguir por un buen rumbo. En cierto momento se podría identificar, aparte de una mayor derrama económica al interior, una mayor contribución social y cultural para un país o una sociedad específicas.

 

Respecto al resto de la lectura no puedo más que disculparme, pues mi formación universitaria y humanista me hacen desdeñar de alguna manera la trivialidad de los números, es por ello que no abordaré con mayor detalle las consideraciones sobre los costos de preparación editorial, de manufactura, los costos automáticamente variables, los invendibles, los gastos de promoción, el factor multiplicatorio de los diferentes países –bastante intrigante, por cierto–, etcétera.

 

Sólo bastaría decir de ello que son parte de una talacha editorial, que conforma el quehacer cotidiano de las personas que se dedican a ella. Y aunque estoy seguro que tiene su complejidad particular, creo que como todas las matemáticas, no son cuestiones que rebasen la lógica del razonamiento abstracto y el sentido común de las personas sensatas, situación indispensable para tener algún éxito en estos lares.

 

Sólo para regresar a la dicotomía de la naturaleza lucrativo-social de la industria editorial, quiero cerrar con un comentario sobre el último párrafo de la lectura, que dice:

 

El editor, al igual que otros hombres de negocios, tiene una especie de permiso por parte de la sociedad para publicar libros con fines lucrativos. Al arriesgar paga a la sociedad por este privilegio.

 

Mi traducción: la posesión de un nicho estratégico para la distribución del conocimiento humano, propiedad común del mundo, tiene como consecuencia la responsabilidad de ceder espacio a esta noción, antes que al beneficio personal. El equilibrio etre ellos hace la diferencia entre el buen y el mal editor.

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